el tráfico de medio día ensordece a cualquier persona en los
alrededores del centro de la ciudad. el ruido decora un cuadro al que no fue
invitado, y a la par, una amiga y yo charlamos de trivialidades y le cuento de
un hombre que apareció de forma tan repentina, que llegó a irrumpir mi vida.
“¿entonces, lo verás hoy?” me pregunta mientras caminamos, y yo me cuestiono
sin tener una respuesta afirmativa. “sabes el riesgo que implica conocerlo,
¿cierto?” añade como para hacerme consciente del paso que sin darlo, dejará
huella. y entonces, entre la multitud, decido cruzar la calle – pero sola- y me
aterra el maremoto de automóviles que sin piedad habrá de arrastrarme. te
diviso frente a mí de la nada y extiendes tu mano –no recuerdo ya cuál-. cesa
el fluir del tráfico y sé que debo afrontarlo. sonríes, y es aquí en donde
empieza el verdadero lío: cojo tu mano en plena avenida y con ella, alguna
decisión que no recuerdo. suena el despertador. son las 6 de la mañana de no sé
qué día.
unas semanas después, estás sentado frente a mí en un café que acerté
a elegir. llego tarde y me disculpo por ello y le pido al mesero una cerveza
que jamás incluyó entre las opciones que segundos antes me dio. me narras tu vida y creo que estás muy ensayado, que
debes ser el mujeriego promedio que un amigo me advirtió. te ves demasiado
perfecto, pienso: qué bien te quedan tus treintaytantos. me recuerdas a un
personaje que inventé hace tiempo o quizá ya había escrito sobre ti, mientras
te hacías realidad en un mundo muy ajeno. tus viajes, tu ser trotamundos, tu
gusto por las mandarinas y el tabaco, tu afición por batman y las guerras, tu
forma de encenderme un cigarrillo y la torpeza con que derramas una cerveza en
mis piernas. en tus pupilas se entretejen las historias que han pasado por tu
vida, llevas en la mirada la fortaleza de quienes han sobrevivido repetidas
veces a sí mismos. comienzo a creerlo: que tal vez eres real, que tal vez
exista alguna posibilidad.
te cuento mis defectos (casi los enumero), los arrojo sobre la mesa
para advertirte (por si alguna vez deseas quedarte) que no deberías. tu sonrisa
curveada, sonríe en complicidad con la mía e intuyo que algo sucede cuando las
ganas de besarte son tan infinitas como aquéllas otras por escucharte hablar
durante horas, es como el deseo de acurrucarse que aparece justo después del
sexo. una advertencia gritando que por amor propio, debería marcharme.
pedimos la cuenta (tres horas después) y recuerdo el pendiente de los
besos que se fueron acumulando al pasar de los días. afuera cae la noche, y el
sereno de principios de noviembre, me recuerda que ojalá haberte conocido en
otra vida, en un invierno más primavera, en una época en que tus años de más
sumaran con los míos de menos, pese a estar conscientes de que la edad se había
transformado en un número indiferente.
me acompañas a casa y te cuento del caos que me domestica: la
depresión de los últimos meses, la medicina y las terapias. que la única
constante, es la variable; que la inestabilidad
no cesa y la pasión no descansa ni en domingo. siento ganas de tomar tu
mano y me avergüenzo, es lo más estúpido que podría hacer en este momento,
susurro para mis adentros. y por alguna razón que no conozco, me parece tan
natural estar a tu lado riéndome, y quejándome de la psicología y asumo que
todo en ti me es familiar pero que prefiero ignorarlo por completo.
de vez en vez sucede -y agradece que ocurra sólo esporádicamente- que
conoces a alguien y casi desde el primer instante, lo quieres. y el primer beso
se convierte así en la confirmación (o el eventual rechazo) de todo el cariño y
todo el deseo. por ejemplo, yo supe que ya te quería -de alguna calle, de alguna
otra vida- y esta vez, sólo estaba recordando el por qué. cualquiera con
sentido común sabe que las dosis altas de pasión y ternura derivan en un
desastre y con suerte, lo harán en uno bello. sin embargo, el enamoramiento no
es amor. es sólo el primer escalón, la primera nota de una melodía compartida
por dos. no más. no menos.
esa noche supe que si bien podía besar a cualquiera, era a ti a quien
habría de regresar para hacerle el amor con la boca y es que hay besos en que
los labios, más allá de encontrarse por vez primera, se reconocen de siempre.
no por deseo, aunque tal vez sea alevosía, sino porque a veces somos marionetas
de algún dios cuyo nombre ya hemos olvidado.
te abracé y abracé en ti al niño que fuiste, al adulto que eres y al
anciano que serás, abracé tus defectos y tu vulnerabilidad, tu libertad tal
cual yo la concebía, te abracé y el para siempre se convirtió en un verbo
durante un instante del efímero eterno que aconteció en el paréntesis de la
narración. te abracé para salvarnos el uno al otro, como sin pretenderlo, ya lo
habíamos hecho al conocernos. “eres muy niño” te susurré al oído, y es que la
inocencia nos remite a esa primera infancia que al crecer habíamos perdido.
bajo de un taxi con los nervios a flor de piel. mi pulso se acelera
más de lo debido y anhelo salir corriendo. me esperas en el café y debo
recorrer los cincuenta pasos que me separan de la entrada del lugar. no te
encuentro y giro mi cabeza hacia la izquierda, te levantas de una mesa y te
sonrío como quien sabe de qué va la cosa. llegué. he vuelto. el adiós se
convierte en un largo hasta luego y me siento frente a ti, porque aquí vamos de
nuevo. estás vivo y asumo que sin importar las condiciones, llegué a tiempo.
dos extraños tienen simultáneamente el mismo sueño. nunca habrán de
encontrarse y sin embargo, ya coincidieron. y es que tal vez el destiempo, es
el más puntual de los encuentros.
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