Y ahí estabas con la mente en otro lado, reposando, con tus
botas puestas y camisa oscura, pantalones gastados y una mirada que escondía
una sonrisa. Me intrigaba saber lo que pensabas, qué te gustaba y sobre todo tu
nombre.
Me acerqué con temor, no por miedo a tu respuesta, más no
deseaba interrumpir tus pensamientos. Sabía que detrás de ese serio rostro y
ojos miel había algo más…si, había una sonrisa dibujada, que hablaba a quien
tuviera la intención de conocerla y de ver cuidadosamente.
“Andrés” contestaste a mi pregunta, “Andrés Tovar”, y
nuestra pasión por la literatura desencadenó una amena plática que duraría
hasta la interrupción de “A clase, muchachos”.
La dicha de compartir esa cátedra fue la oportunidad
perfecta que me llevó hasta mi Viajero. El tiempo hacía que nuestra amistad se
fortaleciera, cada uno conociendo las virtudes y defectos del otro, las
alegrías y tristezas compartíamos, y también los amores y decepciones. No
obstante, los lazos de amistad no se rompían y cada vez eran más fuertes.
Pero llegó ese día, día en que debimos darnos una despedida,
pues a nuevos horizontes partías. A tu familia acompañabas en esta nueva etapa.
La noticia me cayó peor que un jengibre en ayunas, si, amarga noticia. Tú
partías a Colombia y yo me quedaba en Honduras, tu increíble detalle de
trasladarte hasta mi trabajo para despedirte fue lo mejor que hiciste. Gracias.
Dicen que las redes sociales te consumen, en nuestro caso
fueron aliadas. Redes que nos acercaron aun a pesar de las fronteras, en contra
del tiempo y cualquier obstáculo que se opusiera, porque nuestra amistad,
seguía vigente y viva, tan vívida como que hubiera nacido ese mismo día.
La dicha de saludarnos por nuestros cumpleaños, o un “Hola”
ocasional, me daba mucha alegría y sobretodo confianza, porque tu amistad era
genuina. Y el tiempo transcurría y de todo conversábamos. Nuestra confianza
plena no se vestía de tabúes ni vergüenzas.
Hasta que un día, confesaste lo que sentías sin ninguna
cobardía, es más valiente y firme escribiste todo lo que pensabas y expulsaste
todos esos sentimientos que cargabas. Y yo, temerosa de lo que pasaba, me negué
aceptarlo, y enfaticé en el absurdo “sólo amigos”.
Más cuando no te conectabas, ni mensajes enviabas, mi tiempo
se paralizaba, mi ánimo negro se tornaba y no era yo quien realmente quería
aceptar o ceder a lo que pasaba. Hasta que dijiste: “Conocí a alguien…” Mis
celos eran enfermizos, más mi orgullo no se doblegaba y juraba que no diría una
sola palabra contra esa situación, porque egoísta sería negarte la oportunidad
de conocer a tu amada.
Me negaba rotundamente aceptar lo que pasaba, decía que no sentía nada, que no me gustaba
nadie y ciertamente que no estaba enamorada. ¿Cómo? Me sentía atrapada entre la
distancia y la realidad, entre el sueño y la pesadilla, entre ella y tú. Me asegurabas que no era lo mismo, que tus
sentimientos hacia mi eran diferentes, más fuertes.
Exploté y te confesé, no en el mejor de los momentos, pero
lo hice, no aguantaba ya eso que me carcomía, el no expresarte todo lo que
pensaba o sentía, me mataba el hecho de comportarme como una hipócrita, de no
serle fiel a lo que yo misma predicaba: la verdad.
La verdad que me cegaba y ese sentimiento que nos unía, ya
era más allá de una simple amistad, y esa sonrisa que dibujas en mi cada vez que escribes o me hablas, nadie lo
hace. No con esa sensación y satisfacción con que lo hago cuando te veo, a
través de una pantalla, porque por ahora eso es lo que resulta, pero esperanza
y fe, confianza en Dios hemos depositado.
Y, ¿qué nos queda?, esperar en la perfecta y soberana
voluntad, así como en la inmensa gracia de DIOS, nuestro PADRE, que grande y
bueno fue de cruzarnos en nuestros caminos. De alimentar nuestra amistad, de
seguir adelante y aprender a esperar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario